jueves, 2 de mayo de 2013

Colombiano dice que estar desempleado es como estar muerto

 

YEISON GUALDRÓN
Redactor de EL TIEMPO

Aunque no ha muerto ni es un vampiro, Gildardo Torres Sánchez pasa las noches en un ataúd de madera, en Medellín. Además de cama, es su forma de decirle a la sociedad que “un hombre sin empleo es un cadáver que espera impaciente a que se lo coman los gusanos”.
Eso precisamente lo llevó a participar por primera vez en su vida en una marcha del Día del Trabajo, donde llevó su casa, un destartalado Renault 6 naranja que pintó con consignas en las que se queja de la injusticia social.
De hecho fue el único vehículo, aparte de las ambulancias, que hizo el recorrido junto a las 5.000 personas que fueron a la manifestación de este miércoles en la capital de Antioquia.
El carro, que prende juntando cables pues se lo vendieron sin llaves, lo compró en el 2007 tras un tortuoso litigio con el Seguro Social.
“Eso fue después de que me echaron de un parqueadero en el que trabajaba. Reclamé la platica, que fueron un millón doscientos mil pesos, y lo compré. Me costó 900.000”, recuerda.
Tiempo después lo contrataron para que arreglara un carro. Él acepto, pero le puso condiciones al empleador: “Yo le hago el trabajo, pero usted me da un ataúd”. Y así fue. Desde ese entonces Gildardo se la pasa deambulando por las calles de Medellín con su casa y su cama.
Aunque duerme donde lo coja la noche, odia que lo señalen como habitante de la calle. “En eso querían verme los de Bienestar Social para ayudarme, pero no; soy una persona, y se los estoy demostrando”, dice.
Se gana la vida haciendo mandados o reparando aparatos, con lo que consigue lo de la gasolina, que para él es una especie de impuesto predial.
Su copiloto, dice, es la muerte. Por eso le quitó el espaldar de la silla del pasajero de adelante y el de atrás, para que cupiera su cómoda cama. En el día, el ataúd cumple funciones de armario; allí acomoda la ropa, papeles y periódicos.
Gildardo está acostumbrado a que la gente se le acerque y le pida que les muestre su cama. Por eso no se disgustó ayer, cuando los manifestantes, entre risas, le decían que abriera las puertas del carro.
“Les cuento que me robaron todos los derechos fundamentales del ser humano: el trabajo, la dignidad y el derecho a la vida”, dice.
Su única familia son los recuerdos. Aún permanece intacto el más duro de ellos.
Pasaba por un parque cuando estalló un carro bomba. Perdió dos dedos de la mano derecha.
“Duermo al lado de la muerte; puedo estar loco, porque a nadie le gusta la muerte. Si no me matan, la tierra me reclama”, añade.